jueves, 19 de abril de 2012

El día que nacimos

Los días previos al nacimientos no fueron los mejores de mi vida, los dolores de cabeza me aquejaban constantemente y las perdidas momentáneas de mi capacidad del habla me asustaban. Las profecías de una neuróloga de guardia del mejor centro del país tampoco ayudaron y entre confusiones y lecturas encontradas de la mi resonancia, prefería salir de ese centro caminando a media noche asumiendo el supuesto riesgo que ella veía pero que yo sentía como remoto.

El domingo me quedé en cama acompañada por Martín y mi mamá que había venido a cuidarme desde Córdoba. Estuve tranquila pero atemorizada en silencio pensando que si esa posibilidad existía quería que mis hijos vivieran y se acompañaran mutuamente. En ese momento también bendije en silencio que fueran mellizos. Ese  día solo caminé y me senté en la mesa junto a mi abuela que con sus cien años sobre su espíritu jovial había venido a visitarme y desearme lo mejor. Fue una visita preciosa que me alejó un poco de aquellas desafortunadas palabras atemorizantes.

El lunes continuó mi descanso a la vez que mis intentos para que uno de los mejores neurólogos del país me diera una cita para confirmar o descartar aquello que yo prefería aceptar como incorrecto. Al día siguiente, el martes 18 de mayo obtuve una cita extraordinaria con él y debería asistir también a la pactada anteriormente con mi obstetra.

Ese día me levanté y comencé mi recorrido, en la consulta mi médico me dijo que mis valores de proteinuria estaban altos lo que indicaban una preclamcia por lo que los bebés deberían nacer ese mismo día. Me invitó a buscar mis cosas por mi casa para ir a la clínica no sin antes consultar con el neurólogo que nos brindara toda la información a considerar. Y poco tiempo después, el profesional nos confirmó aquello que comenzaba a ponerse sobre la mesa: absolutamente todos mis malestares se debían a la misma causa. Yo encajaba en varios de los casilleros de la preclamcia: era primeriza, tenía edad avanzada y era madre múltiple.

Con un poquito más de tranquilidad llegamos a la clínica y en esa sala de espera que estamos las parturientas antes de ingresar seguí deseando en silencio que todo saliera bien para los tres. Quería estar yo ahí para cuidarlos en lugar de cruzarme con ellos en esta vida.

La cesárea pasó y más un sonido de serrucho no sentí nada más. Lo único que me acuerdo fue cuando levantaron a Juan y me lo mostraron con su cabeza enorme, su necesidad de oxigeno y un montón de palabras amorosas de quienes me rodeaban. "Es grande y sano" dijo la partera. A pesar de la alegría yo seguía concentrada en la próxima escena y luego de dos minutos nació Lu a los gritos. Y también llegaron las palabras: "Es chiquita pero fuerte". No me voy a olvidar nunca la felicidad de verlos ahí a los dos acostaditos uno al lado del otro.

Hasta que se fueron con su papá a conocer a la familia y yo me quedé enterándome que ese día mis hijos habían decido nacer por mi incipiente dilatación. No fue el parto soñado, pero para mi fue el nacimiento más especial que nunca hubiera podido soñar.

1 comentario:

  1. Hola Lucre, no creo que existan los partos soñados, sí creo que existen los partos transformadores, los introspectivos, los que son un desafío, los que te conectan con tus hijos de una manera en impensable... por tus palabras tu experiencia parece haber sido así.
    Un beso!!!
    Flor

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